EDITORIAL

Crimen y política

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Quizá Emilio Lozoya sea una pieza más. Sí, pero una pieza importante del rompecabezas que, al completarse, termine por exhibir cómo durante las últimas décadas el adelgazamiento del Estado y la engorda del mercado prohijó la argamasa de la política, la economía y el delito. Una sociedad y red de políticos y criminales de casimir o de mezclilla resueltos a utilizar las instituciones como palanca del saqueo de los recursos nacionales y escudo de la voraz ambición de poder, tener y someter.

Hoy, la dirigencia del Partido Revolucionario Institucional -el otrora partido de (ese) Estado- puede argüir que las conductas personales no son atribuibles a las instituciones y que si el tricolor tiene la culpa de algo es del progreso. Empero, lo sucedido prácticamente desde los noventa no respalda el argumento, más bien, lo desmorona en una doble vertiente.

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La primera vertiente. La detención, enjuiciamiento, fuga, exilio o defenestración de quienes fueron secretarios de Estado, funcionarios, gobernadores, procuradores y ministros de justicia, dirigentes políticos y sindicales e, incluso, de uno de sus más destacados abogados y domesticador de jueces, expone no una serie de casos individuales e inconexos, sino los eslabones de una cadena. Un sistema establecido, si se quiere, no sólo para amasar fortunas personales, sino también para asegurar una estructura de poder de muy difícil remoción.

La segunda vertiente. La alternancia del PRI al PAN y del PAN al PRI no significó una alternativa, sino un simple juego de turno sin sentido, pero con varios derivados: la ampliación de aquella sociedad y red; el afán de impulsar una democracia tutelada y limitada del centro a la derecha y de la derecha al centro; la aparición de encumbradas élites políticas -por no decirles cárteles- en detrimento de los partidos, los militantes y la ciudadanía.

La llegada de Acción Nacional al poder no jaló al Revolucionario Institucional al desarrollo de una cultura política distinta, por el contrario, el Revolucionario Institucional lo arrastró a la suya. No hubo, como se llegó a creer, una victoria cultural, sino una derrota. Por eso, ni el uno ni el otro acaban de salir de su marasmo.

La gran interrogante es si la administración lopezobradorista podrá constituirse en un gobierno con organización y capacidad, fuerza e inteligencia, tiempo, balance y ritmo, dirección y rumbo para transformar, como presume, aquel Estado sin sacrificar la democracia. Esa administración subraya no ser igual a las anteriores, pero por las venas de muchos de sus cuadros y operadores corre la sangre de aquella otra casta y en su alma habita el fantasma de su propio origen. Algunos, incluso, como diría el propio Ejecutivo, ya enseñaron ese cobre.

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El vértigo de los sucesos y el protagonismo o el mareo de algunos actores impiden apreciar la importancia de cuanto está ocurriendo.

El país, es innegable, está en un punto de quiebre de su historia, pero sin tener preciso y claro su próximo destino o, al menos, la ubicación de algún puerto de abrigo si es necesario. Sin tener claro si está frente a una época de cambios o un cambio de época, como tampoco el signo de este tiempo tan complejo.

La fuerza del caudal de acontecimientos deja oír el río, pero no ver cuánta agua lleva y, por lo mismo, si irriga o inunda... si se saldrá o no de madre, aun cuando quienes a diario se tiran los cabellos, se truenan los dedos o pegan de gritos, instando retomar el sendero acostumbrado, ya extendieron el acta de defunción a cualquier intento de explorar y ensayar una nueva ruta.

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Sin calibrar y, quizá, sin comprender del todo el tamaño de los problemas heredados, sin pulir ni asegurar los planes propios ni dominar las tareas diarias y obligadas, la administración lopezobradorista y su desafinado coro de legisladores han abierto un sinnúmero de frentes económicos, políticos y sociales. Con ello, han dado lugar a una catarata de eventos con muy larga o muy reciente historia.

Una vorágine de sucesos que, de pronto, impide dimensionar y entender la circunstancia y, en esa condición, se confunde lo importante y lo accesorio, lo urgente y lo aplazable, la idea y la ocurrencia, la decisión pensada y el súbito capricho, la operación y la maniobra y, entonces, cualquier resbalón -producto de la zancadilla o el tropiezo- amenaza con provocar un accidente de una magnitud considerable.

La administración no ha conseguido convertir el entusiasmo en causa hacia el futuro, lo ha dejado en la simple expresión de repudio al pasado. Tampoco ha conseguido atemperar la inquietud presente, generando certeza, energía y confianza hacia adelante. Entonces, cada paso que da parece o es una aventura o una charada.

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Si, como se solía decir, la corrupción era el lubricante de la maquinaria del sistema, retirarle el aceite sin ajustar el mecanismo puede provocar otro problema: ver cómo truena y se detiene. Y, cierto, no porque nadando en corrupción la maquinaria funcionaba, basta con cambiarle el aceite y seguir como antes. Es menester ajustar el engranaje, pero también garantizar su funcionamiento.

Pese a los errores, las zancadillas, los traspiés, así como el protagonismo de algunos y el inmovilismo de otros funcionarios de la administración, se está ante la oportunidad de completar el rompecabezas de la deshonra y armar una nueva estructura: un Estado fincado en el derecho y la democracia, acompañado de un libre mercado, libre sin esclavos o condenados.

Eso exige conciliar en vez de confrontar, fijar jerarquía y prioridad a los problemas y asuntos por resolver; más oraciones que refranes y, sobre todo, calma porque hay mucha prisa... y sería una pena perder la oportunidad.

Escrito en: administración, sino, Estado, tener

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