San Virila salió de su convento. Iba al pueblo a pedir la limosna de los pobres.
En el camino vio a un niño que lloraba desconsoladamente al pie de un árbol: los muchachos le habían quitado su gorra y la habían arrojado a la más alta rama.
El frailecito hizo un movimiento con su mano. Los rayos del sol que jugaban en la fronda formaran una escala. Por ella subió Virila y le bajó su gorra al niño.
Muchas gracias -dijo éste. Y se alejó.
San Virila sonrió al ver la naturalidad con que el pequeño recibió el milagro. Si los aldeanos hubiesen visto aquello habrían caído de rodillas entre gritos de admiración y asombro.
Mientras seguía su camino iba pensando San Virila que para los niños no hay milagros porque ellos no han olvidado todavía que todo en el mundo es un milagro.